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Anexos / La mente raccionaria

La vida privada del poder


La mente reaccionaria de Corey Robin

Robin ve el conservadurismo menos como una tradición intelectual autónoma que como una serie de reacciones a la izquierda progresista. Él define el conservadurismo como “una meditación y una interpretación teórica de la experiencia sentida de tener poder, verlo amenazado e intentar recuperarlo” Lily Geismer.

Las tensiones entre lo político y lo económico, entre una concepción aristocrática de la política y las realidades del capitalismo moderno, son un leitmotiv de la tradición conservadora en Europa y Estados Unidos. La palabra “reaccionaria” se refiere a que reacciona y estos son las claves del Manual básico para entender el por qúe y el qué de la “reacción”:

  • Contra qué reacciona la derecha
  • Lo que intenta proteger → “La vida privada del poder”
  • Cómo hace sus contrarrevoluciones a través de una reconfiguración de lo viejo y de préstamos de lo nuevo, especialmente de la izquierda
  • Cómo combina elitismo y populismo convirtiendo el privilegio en algo popular
  • La centralidad de la violencia en sus medios y fines

Extractos y anotaciones

Desde que empezó la era moderna, los hombres y las mujeres que estaban en posiciones subordinadas se han manifestado contra sus superiores en el Estado, la Iglesia, el lugar de trabajo y otras instituciones jerárquicas. Se han unido bajo banderas diferentes -el movimiento obrero, el feminismo, el abolicionismo, el socialismo- y han gritado eslóganes distintos: libertad, igualdad, derechos, democracia, revolución. En prácticamente todos los casos sus superiores han ofrecido resistencia, de forma violenta y no violenta, legal e ilegal, de modo abierto y encubierto. Estos avances y repliegues de la democracia conforman la historia de la política moderna, o al menos una de sus historias.

Este libro trata de la segunda mitad de la historia, del repliegue: las maniobras y las ideas políticas -llamadas conservadoras, reaccionarias, revanchistas, contrarrevolucionarias- - que crecen de él y lo originan. Estas ideas, que ocupan el lado derecho del espectro político, se forjan en la batalla. Siempre ha sido así, al menos desde que emergieron por primera vez como ideologías formales durante la Revolución francesa. Las batallas de las que surgen no son entre naciones, sino entre grupos sociales, o, en términos generales, entre aquellos que tienen más poder y aquellos que tienen menos. Para entender esas ideas, tenemos que entender la historia. Porque eso es lo que es el conservadurismo: una meditación, así como una versión teórica, sobre la experiencia de tener el poder, verlo amenazado e intentar recuperarlo de nuevo.

A pesar de las diferencias reales que existen entre ellos, los trabajadores de una fábrica se parecen a las secretarias de una oficina, a los campesinos de una finca, a los esclavos de una plantación -incluso a las mujeres en el matrimonio- en que todos ellos viven y trabajan en condiciones de poder desigual. Se someten y obedecen en atención a las exigencias de sus gerentes y sus amos, sus maridos y sus señores. Son disciplinados y castigados. Hacen mucho y reciben poco. A veces su suerte es libremente elegida -los trabajadores firman contratos con sus empleadores, las esposas con sus maridos-, pero su vinculación pocas veces lo es. ¿Qué contrato, después de todo, podría detallar los entresijos, los dolores diarios y el sufrimiento continuado de un trabajo o un matrimonio?

A lo largo de la historia de los Estados Unidos, el contrato ha servido a menudo como conducto para una coerción y restricción imprevistas, en particular en instituciones como el lugar de trabajo y la familia, donde los hombres y mujeres pasan una gran parte de su vida. Los jueces, favorables a los intereses de los empleadores y los maridos, han interpretado que los contratos de trabajo y matrimonio contenían toda clase de cláusulas no escritas de servidumbre que tanto las esposas como los trabajadores consentían tácitamente, aunque no tuvieran conocimiento de ellas o hubieran deseado estipularlas de otro modo.

Hasta 1980, por ejemplo, era legal en todos los estados de la Unión [EEUU] que un marido violara a su esposa. La justificación se remonta a un tratado de 1736 del jurista inglés Matthew Hale. Cuando una mujer se casa, argumentaba Hale, acepta implícitamente “entregarse de este modo [sexualmente] a su marido”. Se trata de un consentimiento tácito, aunque inconsciente, “del que no se puede retractar” mientras dure la unión. En una fecha tan avanzada como 1957 -en la época de la Warren Court-, un tratado legal estándar podía decir: “Un hombre no comete violación al tener relaciones sexuales con su esposa legal, aunque lo haga por la fuerza y contra su voluntad”. Si una mujer (o un hombre) intentaba incluir en el contrato matrimonial el requisito del consentimiento explícito para que hubiera sexo, los jueces estaban legalmente obligados a ignorar o invalidar esa petición. El consentimiento implícito era un rasgo estructural del contrato que ninguna de las partes podía alterar. Como la opción del divorcio no estuvo ampliamente disponible hasta la segunda mitad del siglo XX, el contrato matrimonial condenaba a las mujeres a ser esclavas sexuales de sus maridos.

Una dinámica similar funcionaba en los contratos de trabajo: los trabajadores aceptaban ser contratados por sus empleadores, pero hasta el siglo XX ese consentimiento abarcaba, según los jueces, condiciones de servidumbre implícitas e irrevocables; además, la opción de abandonar el puesto era mucho menos accesible, tanto en términos legales como prácticos, de lo que se podía pensar.

De vez en cuando, sin embargo, los subordinados de este mundo discuten su destino. Protestan por sus condiciones, escriben cartas y peticiones, se unen a movimientos y plantean exigencias. Sus objetivos pueden ser mínimos y discretos -mejores normas de seguridad para las máquinas de las fábricas, poner fin a la violación dentro del matrimonio-, pero al plantearlos elevan el espectro de un cambio más fundamental en el poder. Dejan de ser sirvientes o suplicantes para convertirse en agentes que hablan y actúan en su propio nombre.

Más que las propias reformas, es la asunción de un papel activo por parte de la clase sometida -la aparición de una voz de protesta insistente e independiente- lo que molesta a sus superiores.

(…) Bien entrado el siglo XX, los jueces denunciaron a los trabajadores sindicados por formular sus propias definiciones de los derechos y recopilar su propio registro de reglas de las fábricas. Estos trabajadores, señalaba una corte federal, se veían como “exponentes de una ley más elevada que la que […] administran los tribunales. Según declaró el Tribunal Supremo, estaban ejerciendo “poderes que sólo pertenecen al gobierno”, constituyéndose como “un tribunal autodesignado” de ley y orden.

El conservadurismo es la voz teórica de este ánimo contra la capacidad de acción de las clases subordinadas. Es el encargado de aportar un argumentario consistente y profundo que justifique por qué no se debería permitir que los estamentos más bajos ejerzan su voluntad independientemente, por qué no se les debería permitir gobernarse a sí mismos ni dirigir la comunidad política. La sumisión es su primer deber; la capacidad de acción es una prerrogativa de la élite.

Aunque se afirma a menudo que la izquierda defiende la igualdad y la derecha la libertad, esta noción plantea mal el verdadero desacuerdo entre la una y la otra. Históricamente, los conservadores han favorecido la libertad para las clases más elevadas y restricciones para los estamentos más bajos. Lo que al conservador le desagrada de la igualdad, en otras palabras, no es que amenace la libertad, sino que esta se extienda. Porque en esa extensión se ve una pérdida de su propia libertad. “Todos estamos de acuerdo con respecto a nuestra propia libertad”, declaró Samuel Johnson. “Pero no estamos de acuerdo con respecto a la libertad de los demás: cuando nosotros la conseguimos, otros la deben perder en la misma proporción. Creo que no tenemos muchos deseos de que la masa tenga la libertad de gobernarnos”.

(…) La amenaza de la expansión de la libertad también es grande cuando las exigencias pasan al terreno económico.

Si las mujeres y los trabajadores poseen suficientes recursos económicos para tomar decisiones independientes, tendrán la libertad de no obedecer a sus maridos y empleadores (…) Para el conservador, la igualdad entraña algo más que una redistribución de recursos, oportunidades y resultados, aunque eso también le desagrada. Lo que la igualdad significa en último término es la rotación en el poder.

(…) Los políticos y los partidos hablan de constitución y enmiendas, de derechos naturales y privilegios heredados. Pero el tema real de sus deliberaciones es la vida privada del poder. “Este es el secreto de las oposiciones a la igualdad de la mujer en el Estado”, escribió Elizabeth Cady Stanton. “Los hombres no están preparados para reconocerlo en casa”.

¿Qué hacer? Corey Robin

Para Robin, profesor de Ciencias Políticas de Brooklyn College y autor de The Reactionary Mind, un par de vectores conectan a figuras tan dispares en la tradición conservadora: la defensa férrea de unos privilegios que se ven amenazados y la determinación a la hora de sustituir a las élites cuando éstas se ven incapaces de hacer valer dichos privilegios. Trump es pues un conservador al uso, pero también resultado de la crisis secular de un movimiento adormecido, una suerte de lujo que pudo permitirse una derecha incapaz de definirse, y por tanto vulnerable.

Para batir no ya a Trump sino a las dinámicas que lo llevaron a la Casa Blanca, Robin recomienda que la izquierda recupere el concepto de la libertad. “La libertad ha sido históricamente un lenguaje muy poderoso, muy volátil y explosivo. ­­Y quien logra monopolizar ese lenguaje o apropiarse de él y utilizarlo ha estado a menudo en una posición privilegiada.” La izquierda, señala, ha rehuido de esa idea, cediéndosela por completo a la derecha. “Es un lenguaje que debemos recuperar”, señala. (¿Qué hacer?

mente_reaccionaria.txt · Última modificación: 2024/02/22 19:47 por iagoglez